18 de octubre de 2008

Cuando las fosas hablan

El pasado día 13 de octubre teníamos un trabajo especial que hacer. El día era precioso y muchos sorianos-y otros que nos visitan- lo dedicaban, como festivo que era en algunas comunidades, a buscar setas. Nosotros nos desplazábamos al Sur de la provincia con otra misión menos festiva, íbamos a intentar localizar unas fosas con fusilados en los primeros días de la Guerra Civil. Y situamos cuatro, nada menos. En ellas calculamos a unas treinta personas cubiertas por la tierra. Noventa y tres son las fosas relacionadas en la nunca bien ponderada publicación “La represión en Soria durante la Guerra Civil”, de Herrero/Hernández. Y, una a una, van coincidiendo con los datos de este libro, y lo que es peor, aparecen otras.
Las cuatro muestran apariencia similar. Están al borde de una carretera, hay desde ella un desnivel más o menos importante, y se encuentran relativamente cerca de un pueblo. Esta sistematización tenía su explicación. Evitaba a los asesinos adentrarse en el monte, con el consiguiente cansancio por verse obligados a caminar; el desnivel les permitía hacer descender a las víctimas mientras ellos disparaban acertando a conciencia desde arriba; y a la vuelta de los crímenes, tenían cerca un pueblo a cuyos habitantes encargar la inhumación, con expresiones tan horrendas como “enterradlos o dejadlos que los despiecen las fieras”. En los pueblos, las gentes con conciencia, les daban tierra, aunque no les conocían, pues era también habitual asesinarlos fuera de su lugar de residencia. A más de uno le tocaría después ser inhumado por otras almas generosas.
Nunca, transcurridos setenta y dos años, los que todavía viven han olvidado tanto horror. No lo dicen, pero se les nota en cómo miran fijamente el lugar, como se quedan ausentes reviviendo las imágenes. A algunos les tocó enterrar muertos con catorce años. Una señora recordaba una fosa, y ella lo presenció con seis años. Indicó, exactamente, el lugar donde están enterrados. Y rememoraba el carro donde ella viajaba, de Sigüenza a Barcones, los hombres que cortaron la carretera, los tiros escuchados… No era en el frente, se trataba de una cuneta.
Desde una de las fosas se ve el pueblo de La Riba de Escalote. El lugar ahora no se cultiva, desde que se cambiaron las yuntas por los tractores. Forma un pequeño circo y la hierba, crecida, parece querer decir algo. En otra, la hierba aún es más alta, doblada por la escasez de ganado. Allí fueron acribillados seis humildes segadores que llevaron desde Atauta, muy lejos de Barcones. Si hubieran levantado la vista, hubieran visto unos riscos redondeados, convertidos en colmenares, el más cercano a los crímenes, pequeño, rojizo como toda la tierra y la roca de la zona. Eso sí, primero, el cura, les ofreció confesión en una ermita cercana.
Alrededor de otra fosa, donde cayeron varios cenetistas, crecen espinos. El prado muestra una apariencia tranquila, dan ganas de sentarse a merendar, o a leer un libro. Y en la última que vimos, alguien recoloca de vez en cuando una cruz.
¡Qué hermosos parajes utilizaron! Esos fueron los últimos lugares que ellos vieron. Suponemos que ni asesinos ni asesinados se fijaron en los parajes, cada uno por motivos distintos. Los primeros porque una venda de odio irracional les tapaban todos los sentidos. Las víctimas porque tal vez el último pensamiento fuera para aquellos seres queridos a los que jamás iban a volver a ver. Aunque nunca se sabrá, pero acaso una fracción de segundo se fijaran en el entorno.
Pero a una se le encoge el corazón y tiene sensaciones encontradas. Por un lado el conocer en primera persona, de boca de los que presenciaron los hechos consumados, la salvajada cometida en esta provincia de Soria, el saber que cuando se excave van a aparecer personas cuyos familiares quieren exhumar para morir ellos tranquilos y poder llevar, tal vez, el primer y último ramo de flores de su vida a su padre, o su abuelo, u otro familiar. Y por otro el saber que algún día no lejano, esos familiares podrán llevar a cabo la ilusión de su vida.
En este país, hasta que todos los muertos de las cunetas estén en los cementerios, hasta ese momento, no se podrá vivir en paz de verdad. No hacen falta monumentos, ni nombres escritos en las paredes de las iglesias, ni grandes mausoleos. Sólo que cada familiar lleve los huesos a un lugar donde puedan llevarles flores.