El tema de la barbarie cometida los primeros días después del 18 de julio de 1936, y la represión de los años franquistas, en especial los inmediatamente posteriores a 1939, ha supuesto para muchas personas motivo de reflexión, investigación y, sobre todo, de rabia e impotencia. Unos sentimientos que, en mí, se acrecentaron después de leer la publicación de Gregorio Herrero y Antonio Hernández “La represión en Soria durante la Guerra Civil”, el trabajo más valiente y comprometido dado a conocer en Soria, más si se tiene en cuenta que habían pasado pocos años desde la muerte del dictador Franco.
Algunos grupos políticos, determinadas personas, gente que vivió el horror de aquellos años, algunos con verdaderos deseos de olvidar, los medios de comunicación en general, tratan los hechos ocurridos durante la Guerra Civil de manera global, contando los muertos por encima y los hechos de manera distante. Desde una perspectiva acorde con la velocidad de la vida esto resulta lógico, no se puede estar constantemente volviendo atrás. Ensayistas ahondan en esos años analizando las causas que llevaron al golpe de Estado, y la guerra como una contienda más, un prolegómeno de lo que iba a ser la Segunda Guerra Mundial. La pregunta es ¿por qué no nos detuvimos hace ya muchos años y se investigó a fondo, no ya la guerra, sino la represión fuera de las trincheras y durante los primeros años del franquismo? Eso sí hubiera podido cerrar las heridas.
Es ahora cuando los jóvenes se están dando cuenta de lo que significó aquella contienda y, sobre todo, la represión previa y posterior a ella. Por eso no es extraño que asociaciones en pro de la Memoria Histórica, estén compuestas por jóvenes, como Iván Aparicio en la de Soria, que no la sufrieron, que no hubo muerte ni desaparición entre los miembros de la familia, pero que comprenden lo terrible de lo sucedido.
Es ahora cuando, pasado el letargo impuesto, desaparecido el miedo que ha sellado bocas, aparece, por ejemplo, un artículo a toda página en el periódico La Razón, dando a conocer una carta donde se explica la muerte de Federico García Lorca, y se sabe, de paso, que el ensayista Fernández Almagro –a cuyos trabajos todos habremos acudido alguna vez- escribió en 1939 una artículo titulado “La Genealogía de los rojos”, llamándoles criminales sedientos de sangre y otras lindezas.
Cuando cualquier investigador acude a los archivos, a las familias de los represaliados, y se olvida de lo global para adentrarse en el drama particular, lo que sucedió aquellos años adquiere una dimensión humana inolvidable.
Durante este verano de 2007, he llevado a cabo por encargo un trabajo en algunos archivos y registros, precisamente sobre asesinados a partir del 18 de julio. Hablo conscientemente de asesinatos porque ninguno de ellos murió luchando en las trincheras. He podido comprobar de primera mano cómo daban forma legal a algunas de sus actuaciones, de qué forma tan cínica, por lo que resulta fácil suponer qué hicieron cuando no tenían obligación de dejar constancia.
En Almazán, por ejemplo, en el acta del Ayuntamiento inmediatamente posterior al golpe de Estado, escriben: Tomada la palabra por el capitán [de la Guardia Civil, Pedro Sanz de Sicilia y Morales] manifestó que una vez declarado el estado de guerra y por consiguiente asumidas por él las atribuciones superiores en la población, había aceptado la dimisión que de sus cargos de concejales le habían presentado los presentes juntamente con el alcalde que constituyen el Ayuntamiento, [se sabe que no hubo tal, que fueron destituidos] y en vista de lo cual y habiendo puesto el hecho en conocimiento del Gobierno Militar de la provincia, había obtenido de él las atribuciones y órdenes para nombrar en esta misma noche totalmente nuevo ayuntamiento, compuesto por el mismo número de concejales, los cuales fuesen personas de orden, de prestigio, honorabilidad y alejados de las luchas políticas, para responder de ese modo con su noble actuación a la pacificación del vecindario, al levantamiento de los espíritus, y a la vez cooperen con todo su esfuerzo al engrandecimiento de nuestra Patria en el glorioso Movimiento Nacional que el Ejército principalmente ha emprendido y está próximo a terminar felizmente para reconquistar España.
¿Qué hicieron estos hombres y mujeres asesinados en el monte, en las cunetas, en los barrancos? Unos eran alcaldes y concejales salidos de las urnas que trataban de luchar contra el caciquismo y contra los terratenientes. Otros eran personas ilustradas –médicos, abogados, veterinarios, maestros- que pretendían formar a las personas de forma y manera que no pudieran ser explotadas, o sencillamente, tal y como el Gobierno de la República, también salido de las urnas, indicaba que debía hacerse. Muchos eran, sencillamente, ciudadanos más o menos prósperos, que habían suscitado la envidia de sus convecinos. Otros empleados, trabajadores afiliados a la UGT o a la CNT, ferroviarios, empleados de Correos, guardas de montes. Que se sepa, nadie quemó iglesia alguna, ni violaron monjas, ni pasearon a sacerdotes.
Unos días antes de venir a pasar unos meses a Creixell, estuve hablando con Claudio Moreno, un anciano a quien le tocó enterrar a cuatro asesinados en Adradas. Él tenía entonces doce años y setenta y un años después, recuerda perfectamente en la posición que quedaron los cuatro. Uno de ellos era el alcalde de Iruecha; otro, supuestamente, el médico de Arcos de Jalón; un tercero el maestro de Aguaviva; y el último el hijo de un sillero de Arcos. A pesar de haber leído tanto, de haber visto muchos documentos, el relato de Claudio dejaba una honda impresión. Existen personas que nunca nos acostumbraremos a escuchar lo que sucedió durante aquellos años. Claudio recuerda que los inhumaron en el camino de Alcubilla, en un estrecho del monte. También rememora que el alcalde de Iruecha tenía el pelo rizado y llevaba un traje gris y un reloj. El maestro de Aguaviva era fuerte y llevaba una chaqueta marrón. Otro también llevaba un reloj. Saturio, el caminero, los vio bajar de la furgoneta, corrió a esconderse y escuchó los tiros. Cuando les enterraron, el alcalde de Adradas dijo que los relojes podían subastarlos, pero que la ropa se la dejaran pues era lo único que iban a llevarse al otro mundo. El hombre que le tocó en suerte el reloj del alcalde de Iruecha, lo devolvió a su hijo, muchos años después, a petición de él, explicándole cómo llegó a sus manos. Otros tres asesinatos recuerda Claudio, el de un matrimonio y su hija, una moza de veinte años, que mataron “arriba”.
En el libro de “La represión en Soria durante la Guerra Civil”, Herrero y Hernández relata, de primera mano, hechos terribles. En Arcos de Jalón todavía no ha podido saberse cuántos fueron asesinados. En esa villa vivía un importante grupo de empleados de RENFE que fueron pasados por los fusiles.
Dr. Gaya
En Deza fueron diecisiete los fusilados, entre ellos, agricultores, un sastre, un obrero agrícola, un pastor… En Berlanga asesinaron a veintinueve. Lo sucedido en Almazán fue terrible: 30 asesinados. Entre ellos, tres hermanos, dos gemelos. Un estudiante de 16 años: Bienvenido Sanz Jiménez. Representante de comercio, funcionarios de correos, jefe de estación, guarda de montes, dependiente de comercio… Si sorprende la edad de dieciséis años, Claudio Moreno me dijo que por la comarca de Arcos mataron a un seminarista de catorce. En casi todos los pueblos de la provincia de Soria hubo asesinados: Vinuesa, Covaleda, El Royo, El Burgo de Osma, San Leonardo, Almarza… Y la capital, donde, entre otros destacados personajes, sacaron, arrastraron, encarcelaron y mataron al doctor Gaya Tovar, intachable persona, padre del escritor y crítico de arte Juan Antonio Gaya Nuño.
En general les enterraban, es decir, mandaban enterrarles, pero en Almazán se dio el caso de tres –Teodoro Antón, Eleuterio Ruiz y otro apodado “El Churri”- que permanecieron cinco días sin enterrar y las zorras y otras alimañas los despedazaron. A los que murieron de esta forma habría que añadir los que desaparecían un año o dos después por las palizas que les habían dado. No contentos con matarles, a las familias les insultaban, les humillaban. Herrero/Hernández recogen este conmovedor párrafo: “En Deza, los falangistas vigilaban las casas de los fusilados, para que no se oyera el llanto de los familiares y no fuera nadie a acompañarles en su dolor. Vigilaban con camisa azul y armados con fusiles. Entre los vigilantes se recuerda a Bautista Martínez y José Gómez. El corazón se encoge y la pluma duda, temblorosa, relatando estos verídicos sucesos”. Una frase muy repetida por los asesinos, cuando los que sacaban de las casas se volvían para recoger una chaqueta, era “no le va a hacer falta”.
En cuanto a los que mataban, delataban y tomaban venganza por cuestiones personales, creo que no hace falta decir mucho, se sobreentiende, y como después no dieron la cara, no se pueden aventurar nombres que por otro lado todos conocemos. No obstante sí habrá que apuntar que los falangistas se dividían en dos grupos: los camisas viejas y los camisas nuevas, como muy se ocupó de apuntar Trillo-Figueroa en las respuestas que fue dando al periódico SORIA SEMANAL cuando comenzó a publicar artículos que después se convertirían en el libro de la Represión en Soria. Los verdaderamente peligrosos fueron los que, de la noche a la mañana, aparecieron con las camisas azules.
En cuanto a los sacerdotes hubo de todo, algunos, como el de Tardelcuende, impidió los fusilamientos, otros retiraban lo que ocupaba espacio para que las iglesias sirvieran de cárcel. El de un pueblo de Tierras Altas iba en un caballo blanco dirigiendo la represión, y aún otros se disfrazaban de guardias civiles.
Los hechos de Fuentebella
Lo de Fuentebella podría haber sucedido en cualquier otro pueblo de Soria, de hecho fueron demasiados los asesinados en la provincia los primeros días del golpe de Estado de 1936, pero concretamente los dos asesinatos que vamos a comentar ahora fueron ejecutados en Fuentebella, un lugar ganadero de Tierras Altas sorianas, deshabitado desde los años sesenta.
En el nº 1 de la revista “Sarnago”, firmado por Ander Cabrero y familia, aparecía un artículo sobre los dos muertos en Fuentebella, Valeriano Antonio Cabrero Santamaría, alcalde de Pitillas, y Valentín Llorente Benito, natural de Igea y maestro de Fitero. La familia daba a conocer parte de los datos y solicitaba toda la información que se pudiera obtener para localizar exactamente la fosa donde ambos fueron inhumados.
Hablé por teléfono con Maite, compañera de Ander Cabrero, prometió enviarme todos los datos, y al otro día recibí un documento por Internet de 92 páginas, incluidas fotos. El trabajo de investigación llevado a cabo por la familia, sobre todo por Ander y Maite, es de los que envidiaría cualquier investigador de carné. Los viajes, el dinero, la búsqueda por Tierras Altas, casa a casa, persona a persona, las llamadas telefónica, los mensajes por Internet, todo, ha sido recogido en ese documento.
Impacto y emoción me ha producido el encontrarme con una búsqueda que ha dejado de ser número, uno más de los desaparecidos, para convertirse en persona concreta, con pasado –poco, pues le mataron con 33 años- pero perpetuado en hijos y nietos que nunca le han olvidado y hoy, 71 años después de su asesinato, están muy cerca de exhumar sus restos y llevarlos al panteón familiar.
Familia Cabrero
Se trata de Valeriano Antonio Cabrero Santamaría, nacido en Pontano (Huesca), en 1903. En 1928 casó con Juliana Urzain Esparza, tuvieron cuatro hijos, y vivieron en Pitillas (Navarra), hasta su huida a la provincia de Soria. En 1931 entró como concejal en el Ayuntamiento de Pitillas donde, dos años después, comenzaría una lucha que le llevaría a la muerte. La eterna lucha del mundo desde que lo es: los ideales unidos a los trabajadores, frente al poder del dinero. No hay más por mucho que se quiera adornar. Los contrincantes eran muy fuertes, nada menos que los caciques del pueblo. El objeto de la lucha, los trabajadores, para quienes reclamaba la formación de una bolsa de trabajo y el reparto de tierras –corralizas- que habían ido a parar a manos de particulares. Para conseguirlo –o al menos denunciarlo- acudió a la prensa, luchó como si en ello le fuera la vida, y consiguió, en las elecciones de febrero de 1936, ocupar la Alcaldía.
Cuando, el 18 de julio, falangistas, carlistas, miembros de la Iglesia, y otros elementos de la extrema derecha, se preparaban para tomarse la revancha de los cinco años de gobierno legítimo de la República, a Antonio Cabrero le avisó un amigo de que carlistas y falangistas escondían armas en las iglesias y que debía huir de Pitillas. En principio se resistió, pero finalmente, por sorpresa, se despidió de su familia y tomó el camino de la muerte. En el final de esa ruta, hasta el asesinato, le acompañaría Valentín Llorente Benito, nacido en Igea y maestro en Fitero.
Al finalizar la guerra, su viuda escuchó que tal vez podrían haber muerto por la comarca de San Pedro Manrique –donde también mataron a hombres por la iglesia del despoblado de Rabanera- y escribió al sacerdote pidiendo información. Dijo no saber nada, pero un tiempo después, en esa villa, al hermano de la viuda le devolvieron algunos objetos personales, entre ellos la célula de identificación, aunque entre ellos no estaban unas monedas de plata y un reloj, todo de su propiedad, que se había llevado de Pitillas, tal vez para poder subsistir y cambiarlo por ayuda.
Cuando se enteraron en Pitillas de que, efectivamente, había sido asesinado, algunos vecinos, además de quedarse sus propiedades, iban hasta la casa de la viuda para cantarles coplillas y hacer burlas sobre su muerte.
En 1978, la familia retoma la búsqueda, no encontrando más que comentarios cortos y silencios largos. Sería en el 2003 cuando, con Ander y Maite al frente, nieto de Antonio Cabrero y su compañera, se reinicia la búsqueda de forma sistemática. El estímulo añadido –pues ellos llevaban dentro de toda la vida, transmitido, el de la injusticia- fue la Resolución del Parlamento de Navarra, que avalaba y suscribía la “Declaración a favor del reconocimiento y reparación moral de las ciudadanas y ciudadanos navarros fusilados y desaparecidos de Navarra a raíz del golpe militar del 18 de julio”. Esta resolución fue suscrita por todos los parlamentarios, a excepción de los derechistas UPN, que se abstuvieron.
Fue en el año 2005 cuando supieron que el asesinato había sido en Fuentebella. Poco a poco, a través de muchas entrevistas con personas mayores, con antiguos habitantes de ese lugar serrano o sus descendientes, que desde hace años residen en Navarra, Logroño, Barcelona…, fueron uniendo el puzzle de los sangrientos hechos.
Dos pastores de Acrijos acudían a Pitillas con el ganado en busca de pastos, y Antonio Cabrero les conocía. En busca de ese pueblo, limítrofe con Fuentebella, se fue el hombre, montes a través, suponemos que escondiéndose a dormir por las majadas. Después se le uniría Valentín Llorente. Estuvieron escondidos en una taina del monte de Acrijos, donde algunos les llevaban la comida que podían y las noticias que sabían. Pero es difícil en comunidades pequeñas mantener cosa alguna oculta. Tuvieron que marchar al monte de Fuentebella, les buscaron, obligaron a la gente a que les dijeran el escondite, y el 3 de septiembre de 1936 fueron asesinados e inhumados juntos.
La parte de la investigación donde aparecen nombres de personas más o menos comprometidas con los hechos, la familia prefiere mantenerlos en secreto, de momento, y supongo que para siempre. Algunos han muerto y la familia no quiere revanchas, casi ninguna familia que busca a sus muertos las quieren, sólo desean cerrar página teniendo a los suyos –a lo que queda de los suyos- en algún lugar donde poderles llevar flores o donde rezarles una oración. Nosotros respetamos ese silencio.
Familia Cabrero
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